Desde Mi Cielo | страница 47



– No lo tengas.

Le puso una mano en el antebrazo y, ¡guau!, no sabes lo que sentí cuando lo hizo. ¡Lindsey estaba en la cocina con un chico guapo, vampiro o no! Era un notición; de pronto me enteraba de todo. Ella nunca me lo habría contado.

Lo que había dentro de la caja era típico o decepcionante o un milagro, según se mirara. Era típico porque se trataba de un chico de trece años, y era decepcionante porque no era un anillo de boda, y era un milagro. Le había regalado medio corazón. Era de oro, y de su camisa Hukapoo sacó la otra mitad. La llevaba colgada al cuello con un cordón de cuero.

Lindsey se puso colorada; yo me puse colorada en el cielo.

Olvidé a mi padre en el cuarto de estar y a mi madre contando la cubertería de plata. Vi a Lindsey acercarse a Samuel Heckler. Lo besó; fue maravilloso. Yo casi volvía a estar viva.

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Dos semanas antes de mi muerte, salí de casa más tarde que de costumbre, y cuando llegué al colegio, vi que el círculo de asfalto donde solían estar los autocares escolares estaba vacío.

En la entrada, uno de los encargados de la disciplina apuntaba tu nombre si tratabas de cruzar las puertas después del primer timbrazo, y yo no quería que me llamaran por megafonía durante la clase para que fuera a sentarme en el duro banco que había a la puerta del despacho del señor Peterford, donde, como era bien sabido, te hacía inclinarte y te atizaba en el trasero con una vara. Había pedido al profesor de manualidades que hiciera en ella unas perforaciones para disminuir la resistencia del viento y aumentar el dolor cuando aterrizaba en tus vaqueros.

Yo nunca había llegado lo bastante tarde ni me había portado lo bastante mal como para probarla, pero me la imaginaba tan bien en cualquier otro niño que me escocía el culo. Clarissa me había dicho que los porreros novatos, como se les llamaba en el colegio, utilizaban la puerta del fondo del escenario del auditorio que siempre dejaba abierta Cleo, el portero, que había abandonado los estudios siendo porrero en toda la extensión de la palabra.

De modo que ese día entré con sigilo por detrás del escenario, mirando bien por dónde caminaba, con cuidado de no tropezar con las distintas cuerdas y cables. Me detuve cerca de un andamio y dejé la cartera en el suelo para peinarme. Había tomado la costumbre de salir de casa con el gorro de cascabeles y, en cuanto me ponía a cubierto detrás de la casa de los O'Dwyer, me lo cambiaba por una vieja gorra del regimiento escocés de mi padre. La operación me dejaba el pelo tan lleno de electricidad que mi primera parada solía ser el lavabo de las chicas para peinarme.