Desde Mi Cielo | страница 9
Ésos eran mis sueños en la Tierra.
Llevaba unos días en el cielo cuando me di cuenta de que tanto las lanzadoras de jabalina como las de peso y los chicos que jugaban al baloncesto en la pista agrietada existían todos en su propia versión de cielo. Sus cielos coincidían con el mío, no eran exactamente una copia, pero había muchas cosas iguales en ellos.
Conocí a Holly, que se convirtió en mi compañera de habitación, el tercer día. La encontré sentada en los columpios. (No me pregunté por qué había columpios en un instituto: eso lo convertía en cielo. Y no eran de asiento plano sino envolvente, hecho de neumático negro duro que te mecía y en el que podías pegar unos cuantos botes antes de columpiarte.) Holly estaba sentada leyendo un libro escrito en un extraño alfabeto que asocié al arroz frito con cerdo que mi padre había traído a casa de Hop Fat Kitchen, un local cuyo nombre entusiasmó tanto a Buckley que chilló a pleno pulmón: «¡Hop Fat!». Ahora que sé vietnamita, me doy cuenta de que Herman Jade, el dueño de Hop Fat, no era vietnamita, y que Herman Jade no era su verdadero nombre, sino el que adoptó cuando vino a Estados Unidos desde China. Holly me enseñó todo eso.
– Hola -dije-. Me llamo Susie.
Más adelante ella me explicaría que había sacado su nombre de una película, Desayuno con diamantes. Pero ese día le salió de corrido.
– Y yo Holly -dijo.
Como no había querido tener ni el más leve acento en el cielo, no tenía ninguno. Me quedé mirando su pelo negro. Era brillante como las promesas de las revistas.
– ¿Cuánto tiempo llevas aquí? -pregunté.
– Tres días.
– Igual que yo.
Me senté en el columpio que había a su lado y giré el cuerpo hasta que las cadenas se quedaron enroscadas. Luego me solté y di vueltas hasta que me detuve.
– ¿Te gusta esto? -pregunté.
– No.
– A mí tampoco.
Así empezó.
En nuestros cielos habíamos plasmado nuestros sueños más sencillos. Así, no había profesores en el instituto. Y nunca teníamos que ir, excepto para la clase de arte en mi caso y el grupo de jazz en el caso de Holly. Los chicos no nos pellizcaban el culo ni nos decían que olíamos; los libros de texto eran Seventeen, Glamour y Vogue.
Y nuestros cielos se ampliaban a medida que se agrandaba nuestra amistad. Coincidíamos en muchas de las cosas que queríamos.
Franny, la consejera que me habían asignado al entrar, se convirtió en nuestra guía. Tenía suficientes años para ser mi madre, unos cuarenta y cinco, y a Holly y a mí nos llevó un tiempo deducir que eso era algo que habíamos querido: a nuestras madres.