Desde Mi Cielo | страница 8



Yo no podía moverme. No podía levantarme.

Al ver que no lo hacía (¿fue sólo eso, que no siguiera su sugerencia?) se inclinó y buscó a tientas en el saliente que tenía encima de la cabeza, donde guardaba su cuchilla y la espuma de afeitar, y cogió un cuchillo. Éste me sonrió, desenfundado, curvándose en una mueca burlona.

Él me quitó el gorro de la boca.

– Dime que me quieres -dijo.

Se lo dije en voz baja.

El final llegó de todos modos.

2

Cuando entré por primera vez en el cielo, pensé que todo el mundo veía lo mismo que yo. Que en el cielo de todos había porterías de fútbol a lo lejos, y mujeres torpes practicando lanzamientos de peso y jabalina. Que todos los edificios eran como los institutos del nordeste residencial, construidos en los años sesenta. Edificios grandes y achaparrados esparcidos en terrenos arenosos pésimamente ajardinados, con salientes y espacios abiertos para darles un aire moderno. Lo que más me gustaba era que los edificios eran de color turquesa y naranja, como los del instituto Fairfax. A veces, en la Tierra, había pedido a mi padre que me llevara en coche hasta el Fairfax para imaginarme a mí misma allí.

Después de séptimo, octavo y noveno cursos, el instituto habría significado comenzar de nuevo. Cuando llegara al Fairfax insistiría en que me llamaran Suzanne. Llevaría el pelo ondulado o recogido en un moño. Tendría un cuerpo que volvería locos a los chicos y que las chicas envidiarían, pero, como si eso no fuera suficiente, sería tan encantadora que se sentirían demasiado culpables para no adorarme. Me gustaba imaginar que, habiendo alcanzado una especie de estatus regio, protegería a los chicos inadaptados en la cafetería. Cuando alguien atormentara a Clive Saunders por andar como una niña, asestaría una vengativa y veloz patada en las partes menos protegidas del atormentador. Cuando los chicos se mofaran de Phoebe Hart por tener los pechos grandes, les soltaría un discurso sobre por qué no tenían gracia los chistes de tetas. Tenía que olvidar que cuando Phoebe había pasado por mi lado yo también había escrito en los márgenes de mi cuaderno listas insultantes: Winnebagos, Hoo-has, Johnny Yellows. Al final de mis ensoñaciones, me recostaba en el asiento trasero del coche mientras mi padre conducía. Nadie podía reprocharme nada. Empezaría el instituto en cuestión de días, no de años, o, inexplicablemente, en mi penúltimo año ganaría un Oscar a la mejor actriz.