Desde Mi Cielo | страница 55
– Los encontré aquí -dijo ella, señalando los guantes de piel.
– ¿Piensas alguna vez en ella? -preguntó él.
Volvieron a quedarse callados.
– Todo el tiempo -dijo Ruth. Sentí un escalofrío a lo largo de la columna vertebral-. A veces pienso que tiene suerte, ¿sabes? Odio este lugar.
– Yo también -dijo Ray-. Pero he vivido en otros lugares. Sólo es un infierno temporal, no es para siempre.
– No estarás insinuando…
– Ella está en el cielo, si crees en estas cosas.
– ¿Tú no?
– No, creo que no.
– Yo sí -dijo Ruth-. No me refiero a todas esas chorradas de ángeles con alas cantando lalalá, pero sí creo que hay un cielo.
– ¿Es feliz?
– Es el cielo, ¿no?
– Pero ¿qué significa eso?
El té se había quedado helado y ya había sonado la primera campana. Ruth sonrió hacia su taza.
– Bueno, como diría mi padre, significa que está fuera de este agujero de mierda.
Cuando mi padre tocó el timbre de la casa de Ray Singh, la madre de Ray, Ruana, lo dejó sin habla. Ella no se mostró inmediatamente cordial, y a él no le pareció ni mucho menos risueña, pero algo en su pelo moreno y sus ojos grises, incluso en la extraña manera en que pareció retroceder en cuanto abrió la puerta, lo abrumó.
Había oído los comentarios descorteses que había hecho la policía sobre ella. Para ellos era una mujer fría y esnob, altiva, extraña. Y eso era lo que él esperaba encontrar.
– Pase y siéntese -había dicho ella cuando él pronunció el nombre de su hijo.
Al oír la palabra Salmón, sus ojos habían pasado de ser puertas cerradas a abiertas, habitaciones oscuras por donde él quería viajar personalmente.
Casi perdió el equilibrio mientras ella lo conducía a la pequeña y atestada sala de estar. Por el suelo había libros con los lomos mirando hacia arriba que procedían de estantes de tres en fondo. Ella llevaba un sari amarillo encima de lo que parecían unos ceñidos pantalones de lame dorado. Iba descalza. Cruzó la moqueta sin hacer ruido y se detuvo junto al sofá.
– ¿Quiere beber algo? -preguntó ella, y él asintió-. ¿Frío o caliente?
– Caliente.
Mientras ella doblaba la esquina y desaparecía en una habitación que él no alcanzaba a ver, mi padre se sentó en el sofá de tela a cuadros marrones. Las ventanas que tenía enfrente, debajo de las cuales había hileras de libros, estaban cubiertas de largas cortinas de muselina a través de las cuales la luz del día tenía que luchar por filtrarse. De pronto se sintió muy a gusto y casi olvidó por qué esa mañana había comprobado dos veces la dirección de los Singh.