Desde Mi Cielo | страница 54
– ¿Quieres crema de labios? -preguntó.
Ray se llevó a los labios sus guantes de algodón, que se quedaron enganchados en la superficie cuarteada que yo había besado. Ruth se metió la mano en el bolsillo de su chaquetón de marinero y sacó su Chap Stick.
– Aquí tienes -dijo-. Tengo un montón. Puedes quedártela.
– Muy amable -dijo él-. ¿Vas a sentarte aquí conmigo al menos hasta que lleguen los autocares?
Se sentaron en la plataforma para lanzamiento de peso. Yo veía una vez más algo que nunca habría visto viva: a los dos juntos. Eso hacía a Ray más atractivo que nunca para mí. Sus ojos eran del gris más oscuro. Cuando yo lo observaba desde el cielo no dudaba en zambullirme en ellos.
Se convirtió en un ritual para los dos. Los días que el padre de Ray daba clases, Ruth traía un poco de bourbon del termo de su padre; si no, bebían té dulce. Pasaban un frío del demonio, pero no parecía importarles.
Hablaban de qué se sentía siendo extranjero en Norristown. Leían en voz alta poemas de la antología de Ruth. Hablaban de cómo llegar a ser lo que se habían propuesto. Ray, médico; Ruth, pintora y poeta. Formaron un club secreto con los demás bichos raros de la clase. Había casos obvios como Mike Bayles, que se había metido tanto ácido que nadie entendía cómo continuaba en el colegio, o Jeremiah, de Luisiana, que era tan extranjero como Ray. Luego estaban los callados. Artie, que hablaba excitado a todo el mundo de los efectos del formaldehído. Harry Orland, que era tan tímido que daba pena y llevaba los pantalones cortos de gimnasia encima de los vaqueros. Y Vicki Kurtz, que era aprobada por todos después de la muerte de su madre, pero a quien Ruth había visto durmiendo en un lecho de agujas de pino detrás de la planta de regulación del colegio. Y a veces hablaban de mí.
– Es muy raro -dijo Ruth-. Quiero decir que llevábamos desde el parvulario en la misma clase, pero ese día en el escenario fue la primera vez que nos miramos.
– Era increíble -dijo Ray. Pensó en el contacto de nuestros labios cuando nos quedamos solos junto a la hilera de taquillas. Cómo había sonreído yo con los ojos cerrados y luego casi había huido-. ¿Crees que la encontrarán?
– Supongo. ¿Sabes que sólo estamos a cien metros de donde pasó?
– Lo sé -dijo él.
Estaban los dos sentados en el estrecho borde metálico de la plataforma para lanzamiento de peso, sosteniendo sus tazas con las manos enguantadas. El campo de trigo se había convertido en un lugar adonde nadie iba. Cuando se escapaba un balón del campo de fútbol, algún chico hacía frente al desafío de adentrarse en él para recuperarlo. Esa mañana el sol se elevaba por encima de los tallos muertos, pero no calentaba.