Desde Mi Cielo | страница 56



Al cabo de un rato, mientras mi padre pensaba en lo cansado que estaba y en que había prometido a mi madre recoger unas prendas que llevaban mucho tiempo en la tintorería, la señora Singh volvió con té en una bandeja que dejó en la alfombra delante de él.

– No tenemos muchos muebles, me temo. El doctor Singh todavía está tratando de conseguir un puesto permanente en la universidad.

Fue a la habitación contigua y trajo un cojín morado para ella, que colocó en el suelo delante de él.

– ¿Es profesor el señor Singh? -preguntó mi padre, aunque ya lo sabía, sabía demasiadas cosas acerca de esa atractiva mujer y su casa escasamente amueblada para sentirse cómodo.

– Sí -respondió ella, y sirvió el té. No hizo ruido. Le tendió una taza y, mientras él la cogía, dijo-: Ray estaba con él el día que mataron a su hija.

Él quiso desmayarse.

– Debe de haber venido por eso -continuó ella.

– Sí -dijo él-. Quería hablar con él.

– Todavía no ha vuelto del colegio -dijo ella-. Ya lo sabe.

Tenía las piernas dobladas hacia un lado, las uñas de los pies largas y sin pintar, con la superficie curvada tras años de bailar.

– Quería venir para asegurarle que no es mi intención perjudicarle -dijo mi padre.

Yo nunca lo había visto así. Las palabras le habían brotado como si se librara de cargas, verbos y nombres acumulados, pero se fijó en cómo los pies de ella se curvaban contra la moqueta de color pardo, y en cómo el haz de la luz que se filtraba por las cortinas le rozaba la mejilla derecha.

– El no ha hecho nada malo. Y quería a su hija. Aunque fuese un enamoramiento de colegial.

La madre de Ray era continuamente objeto de enamoramientos por parte de colegiales. El adolescente que repartía el periódico se detenía con su bicicleta, esperando que ella estuviera cerca de la puerta cuando oyera caer en el porche el Philadelphia Inquirer. Que saliera y, si lo hacía, que lo saludara con la mano. No tenía ni que sonreír, y ella raras veces lo hacía fuera de su casa; eran sus ojos, su figura de bailarina, la forma en que parecía deliberar sobre el menor movimiento de su cuerpo.

Cuando la policía había ido, habían entrado dando traspiés en el vestíbulo oscuro en busca de un asesino, pero antes de que Ray llegara a lo alto de las escaleras, Ruana los había confundido de tal modo que aceptaron una taza de té y se sentaron en cojines de seda. Habían esperado que ella incurriera en el parloteo que esperaban de todas las mujeres atractivas, pero ella se limitó a erguirse aún más mientras ellos se esforzaban encarecidamente por congraciarse con ella, y se quedó de pie, muy tiesa, junto a las ventanas mientras ellos interrogaban a su hijo.