Anghara | страница 4



nave, resistente y segura, por la que toda la tripulación sentía un gran afecto.

Vinar volvía a estar apoyado sobre la barandilla, contemplando el banco de nubes que se formaba poco a poco y pensando en sus cosas. La mujer observó su rostro de reojo y sintió un ligero malestar interior. Conocía esa expresión; sabía lo que significaba. El hombre se estaba armando de valor; intentaba encontrar una forma de efectuar la pregunta que había tratado de hacer, y que ella había esquivado en tantas ocasiones anteriores.

Lo escuchó aspirar con fuerza de repente y luego romper el silencio.

—Índigo, escucha. Tengo algo que decir. Algo sobre mí y sobre ti.

—Vinar, no creo...

No la dejó terminar.

—No, yo creo, y lo voy a decir. Estamos a menos de un día de distancia de las Islas Meridionales, y cuando atraquemos en Ranna tú estarás en casa, por primera vez en... ¿cuántos años?

—Suficientes. —No quiso mirarlo a los ojos.

—Muy bien; a lo mejor lo has olvidado o no quieres decírmelo. No importa. Bien; llegas a tu hogar, y lo primero que querrás hacer es ver a tu familia. Tienes familia aquí, lo sé.

—Sí. —Había dicho esa mentira tantas veces que ahora le salía con toda facilidad.

—Exacto. Bueno, yo no sé quién es el cabeza de familia, si tu padre, tu abuelo, un hermano..., pero quiero conocerlo. Y, cuando lo haga, le diré que quiero casarme contigo, y a ver qué dice. —Le dirigió una mirada triunfal—. Ya está. ¿Que te parece eso?

—Oh, Vinar...

Había intentado muchas veces hacérselo comprender sin emplear palabras crueles, pero debería haber sabido que eran imprescindibles. Eran compañeros de navegación desde hacía tres meses; tiempo suficiente, aun en un navío del tamaño del Buena Esperanza, para conocerse bien el uno al otro. Eran amigos, buenos amigos; pero para Vinar aquello se había convertido en algo más. A pesar de su aspecto rudo y sus insolentes modales scorvios él era un idealista, un romántico incluso. No perseguía a las prostitutas de los muelles que ofrecían sus encantos en los embarcaderos de todos los puertos de escala; durante la mayor parte de sus treinta y cinco años de vida las únicas mujeres para él habían sido su madre y sus dos hermanas, y hasta que murieron sus padres y sus hermanas se casaron y se trasladaron a los barrios de sus maridos a él no le había importado permanecer soltero. Todo esto se lo había contado a Índigo en pequeñas dosis, a medida que iba desapareciendo su timidez, cuando coincidían en la misma guardia nocturna y conseguía apartarla de los otros miembros de la tripulación que querían que les cantase o tocase el arpa. Ahora que la conocía mejor —o así lo creía— y le había confiado sus secretos, Vinar estaba enamorado profundamente enamorado. Y lo peor de todo era que Índigo no tenía la menor duda de que sus sentimientos eran sinceros.