Desde Mi Cielo | страница 7



– No, señor Harvey -logré decir, y repetí la palabra «No» muchas veces. También dije muchas veces «Por favor». Franny me dijo que casi todo el mundo suplicaba «Por favor» antes de morir.

– Te deseo, Susie -dijo él.

– Por favor -repetí-. No, por favor. -Era como empecinarte en que una llave funcionaba cuando no lo hacía, o como gritar «La tengo, la tengo, la tengo» cuando una pelota de béisbol te pasaba por encima en las gradas-. No, por favor.

Pero se cansó de oírme suplicar. Introdujo una mano en el bolsillo de mi parka y, estrujando el gorro que me había hecho mi madre, me lo metió en la boca. Después de eso, el único ruido que hice fue el débil tintineo de los cascabeles.

Mientras me recorría con sus labios mojados la cara y el cuello, y deslizaba las manos por debajo de mi camisa, me puse a llorar. Empecé a abandonar mi cuerpo. Empecé a habitar el aire y el silencio. Lloré y forcejeé para no sentir. Él me rasgó los pantalones al no dar con la cremallera invisible que mi madre me había cosido hábilmente en el costado.

– Grandes bragas blancas -dijo.

Me sentí enorme e hinchada. Me sentí como un mar en el que él estaba de pie y meaba y cagaba. Sentí cómo los bordes de mi cuerpo se doblaban hacia dentro y hacia fuera, como en el juego de la cuna al que jugaba con Lindsey para ponerla contenta. Empezó a masturbarse sobre mí.


– ¡Susie! ¡Susie! -oí gritar a mi madre-. La comida está lista.

Él estaba dentro de mí. Jadeaba.

– Hay cordero con judías verdes.

Yo era el mortero, él la mano de mortero.

– Tu hermano ha pintado otro dibujo con los dedos y yo he hecho pastel de manzana.


El señor Harvey me obligó a quedarme quieta debajo de él y escuchar los latidos de su corazón y del mío. El mío daba brincos como un conejo mientras que el suyo hacía un ruido sordo, como de martillo contra tela. Nos quedamos allí tumbados, con nuestros cuerpos tocándose, y mientras me estremecía, tuve una poderosa revelación. Él me había hecho eso y yo había vivido. Eso era todo. Seguía respirando. Oía su corazón. Olía su aliento. La tierra oscura que nos rodeaba olía como lo que era, tierra húmeda donde los gusanos y otros animales vivían sus vidas cotidianas. Podría haber gritado horas y horas.

Yo sabía que iba a matarme. Pero no me daba cuenta de que era un animal ya agonizante.

– ¿Por qué no te levantas? -me preguntó el señor Harvey, rodando hacia un lado y agachándose sobre mí.

Habló con voz suave, alentadora, la voz de un amante a media mañana. Una sugerencia, no una orden.