Desde Mi Cielo | страница 74



En el funeral dijeron cosas bonitas sobre mí. El reverendo Strick. El director Caden. La señora Dewitt. Pero mis padres aguantaron en un estado de atontamiento hasta el final. Samuel no paraba de apretar la mano de Lindsey, pero ella no parecía notarlo. Apenas parpadeaba. Buckley se quedó sentado con un pequeño traje que le había prestado para la ocasión Nate, que había asistido a una boda el año anterior. Se movía inquieto en su asiento y observaba a mi padre. Fue la abuela Lynn quien hizo lo más importante ese día.

Durante el último himno, mientras mi familia se ponía en pie, se inclinó hacia Lindsey y susurró:

– Junto a la puerta, es ése.

Lindsey miró.

Justo detrás de Len Fenerman, que ahora cantaba dentro de la iglesia, había un hombre del vecindario. Iba vestido con ropa más informal que el resto, con unos pantalones caqui forrados de franela y una gruesa camisa también de franela. Por un instante, Lindsey creyó reconocerlo. Se miraron, y de pronto ella se desmayó.

En medio del alboroto para atenderla, George Harvey se escabulló entre las tumbas de la guerra de la Independencia norteamericana que había detrás de la iglesia y se alejó de allí sin que nadie reparara en él.

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Todos los veranos, en el Simposio de Talentos del estado, los alumnos con talento del séptimo al noveno cursos se recluían cuatro semanas en una casa para -o, al menos, eso me parecía a mí- haraganear por el bosque y exprimirse el cerebro unos a otros. Alrededor de una hoguera cantaban oratorios en lugar de canciones populares, y en las duchas las chicas se desmayaban por el físico de Jacques d'Amboise o el lóbulo frontal de John Kenneth Galbraith.

Pero hasta los talentosos tenían sus camarillas. Estaban los Marcianos de las Ciencias y los Cerebros Matemáticos, que formaban el peldaño superior, aunque socialmente algo tullido, de la escalera de los talentosos. Luego estaban las Cabezas de Historia, que se sabían las fechas del nacimiento y la muerte de cualquier figura histórica de la que se hubiese oído hablar alguna vez. Pasaban junto a los demás campistas voceando períodos crípticos aparentemente sin sentido: «1769-1821», «1770-1831». Cuando Lindsey se cruzaba con ellos respondía para sí: «Napoleón», «Hegel».

También estaban los Maestros del Saber Arcano, cuya presencia entre los talentosos resultaba molesta a todos. Eran los chicos capaces de desmontar un motor y volver a montarlo sin necesidad de diagramas o instrucciones. Comprendían las cosas de una manera real, no teórica, y parecían traerles sin cuidado las notas.