Desde Mi Cielo | страница 6



– ¿Tienes novio?

– No, señor Harvey -dije. Me bebí de golpe el resto de la Coca-Cola, que era mucho, y añadí-: Tengo que irme, señor Harvey. Es un sitio muy chulo, pero tengo que irme.

Él se levantó e hizo su número de jorobado junto a los seis escalones excavados que llevaban de vuelta al mundo.

– No sé por qué crees que te vas a ir.

Hablé para no darme por enterada. El señor Harvey no era un tipo original. Y ahora que bloqueaba la puerta, me ponía la piel de gallina y me daba náuseas.

– De verdad que tengo que irme a casa, señor Harvey.

– Quítate la ropa.

– ¿Qué?

– Quítate la ropa -repitió el señor Harvey-. Quiero comprobar si sigues siendo virgen.

– Lo soy, señor Harvey -dije.

– Quiero asegurarme. Tus padres me lo agradecerán.

– ¿Mis padres?

– Ellos sólo quieren buenas chicas -dijo.

– Señor Harvey, por favor, déjeme marchar.

– No te vas a ir de aquí, Susie. Ahora eres mía.

En aquella época no se prestaba mucha atención a estar en forma; la palabra «aeróbic» apenas existía. Se suponía que las niñas tenían que ser delicadas, y en el colegio sólo las que se sospechaba que eran marimachos trepaban por las cuerdas.

Luché. Luché con todas mis fuerzas para que el señor Harvey no me hiciera daño, pero todas mis fuerzas no bastaron ni de lejos, y no tardé en estar tumbada en el suelo con él encima, jadeando y sudando después de haber perdido las gafas en el forcejeo.

Yo estaba muy llena de vida entonces. Pensé que no había nada peor en el mundo que estar tumbada boca arriba en el suelo con un hombre sudoroso encima de mí. Estar atrapada bajo tierra y que nadie supiera dónde estaba.

Pensé en mi madre.

Mi madre estaría consultando el reloj del horno. Era un horno nuevo y le encantaba que tuviera un reloj.

– Así puedo medir el tiempo con exactitud -le dijo a su madre, una madre a la que no podían importarle menos los hornos.

Estaría preocupada, pero más enfadada que preocupada, por mi tardanza. Mientras mi padre se metía en el garaje ella corretearía de acá para allá, le prepararía una copa, un jerez seco, y pondría una expresión exasperada.

– Ya sabes, el colegio. Tal vez hoy es el Festival de Primavera.

– Abigail -diría mi padre-, ¿cómo va a ser el Festival de Primavera si está nevando?

Tras ese desliz, mi madre tal vez llevaría a Buckley a la sala de estar y le diría: «Juega con tu padre» mientras ella entraba a hurtadillas en la cocina para tomarse una copita de jerez.

El señor Harvey empezó a apretar los labios contra los míos. Eran carnosos y estaban húmedos, y yo quería gritar, pero estaba demasiado asustada y demasiado cansada a causa del forcejeo. Me había besado una vez un chico que me gustaba. Se llamaba Ray y era indio. Hablaba con acento y era moreno. Se suponía que no tenía que gustarme. Clarissa decía que sus ojos grandes, cuyos párpados parecían siempre entornados, eran estrambóticos, pero era simpático y listo, y me ayudaba a copiar en los exámenes de álgebra fingiendo que no lo hacía. Me besó junto a mi taquilla el día antes de que entregáramos las fotos para el anuario. Cuando éste salió, al final del verano, vi que debajo de su foto había respondido el clásico «Mi corazón pertenece a» con «Susie Salmón». Supongo que había hecho planes. Recuerdo que tenía los labios cortados.