Desde Mi Cielo | страница 65




La abuela Lynn hacía avergonzar a mi madre al empeñarse en pasear con sus gastadas pieles por el vecindario, y al haber asistido en una ocasión a una fiesta de la urbanización muy maquillada. No paró de hacer preguntas a mi madre hasta tener localizados a todos los asistentes: si había visto sus casas por dentro, en qué trabajaba el marido, qué coches tenían. Hizo un grueso catálogo de los vecinos, lo que era una manera, ahora me doy cuenta, de intentar entender mejor a su hija. Un mal calculado dar vueltas, un triste baile sin pareja.

– ¡Jacky! -dijo mi abuela al acercarse a mis padres, que estaban en el porche delantero-, ¡necesitamos un trago fuerte! -Entonces vio a Lindsey escabullirse escaleras arriba para ganar unos pocos minutos antes de los saludos de rigor-. Los niños me odian -dijo, y se le heló la sonrisa de dentadura perfecta y blanca.

– Madre -dijo mi madre, y yo quise zambullirme en los océanos llenos de pérdida de sus ojos-. Estoy segura de que Lindsey sólo ha ido a ponerse presentable.

– ¡Algo imposible en esta casa! -dijo mi abuela.

– Lynn -dijo mi padre-, esta casa ha cambiado desde la última vez que estuviste aquí. Te serviré una copa, pero te pido que la respetes.

– Tan encantador como siempre, Jack -dijo mi abuela.

Cogió el abrigo de mi abuela. Habían encerrado a Holiday en el estudio de mi padre en cuanto Buckley había gritado desde su puesto en la ventana del piso de arriba: «¡La abuela!». Mi hermano alardeaba delante de Nate o de quien lo escuchara de que su abuela tenía los coches más grandes del mundo entero.

– Estás muy guapa, madre -dijo mi madre.

– Mmm… -y cuando mi padre no podía oírla, mi abuela preguntó-: ¿Cómo está él?

– Lo estamos sobrellevando, pero es duro.

– ¿Sigue murmurando cosas sobre el hombre que lo ha hecho?

– Sigue creyendo que fue él, sí.

– Os demandarán, ¿lo sabes? -dijo ella.

– No se lo ha dicho a nadie aparte de la policía.

No sabían que mi hermana estaba sentada en lo alto de la escalera.

– Y no debe hacerlo. Comprendo que necesite echarle la culpa a alguien, pero…

– Lynn, ¿seven and seven o martini? -preguntó mi padre regresando al vestíbulo.

– ¿Qué vas a tomar tú?

– Estos días no bebo, la verdad -respondió mi padre.

– Ése es tu problema. Ya voy yo. ¡No tenéis que decirme dónde están las bebidas fuertes!

Sin su grueso y fabuloso animal, mi abuela era como un palillo. «Pasar hambre» era como lo llamó cuando me consoló a los once años. «Tienes que pasar hambre, cariño, antes de que se te asienten demasiado tiempo las carnes. Las carnes infantiles son sinónimo de fealdad.» Ella y mi madre habían discutido sobre si yo era lo bastante mayor para tomar benzedrina; «su salvador personal», lo llamaba ella, como cuando decía: «¿Le ofrezco a tu hija mi salvador personal y tú se lo niegas?».