Desde Mi Cielo | страница 5
De modo que supongo que pensé que el señor Harvey era un tipo original y me gustó la habitación, y se estaba calentito en ella, y yo quería saber cómo la había construido, los aspectos prácticos, y dónde había aprendido a hacer una cosa así.
Pero antes de que el perro de los Gilbert encontrara mi codo tres días después y se lo llevara a casa con una reveladora cáscara de trigo, el señor Harvey lo había tapado. En esos momentos yo estaba en tránsito, y no lo vi sudar la gota gorda para quitar el refuerzo de madera y meter en una bolsa todas las pruebas junto con los fragmentos de mi cuerpo menos el codo. Y para cuando salí con medios suficientes para bajar la vista y ver lo que ocurría en la Tierra, lo que más me preocupaba era mi familia.
Mi madre estaba sentada en una silla junto a la puerta de la calle, boquiabierta. Su cara pálida estaba más pálida que nunca. La mirada extraviada. Mi padre, en cambio, se vio movido a actuar. Quería saber todos los detalles y rastrear con la policía el campo de trigo. Todavía doy gracias a Dios por el menudo detective llamado Len Fenerman, que asignó a dos agentes uniformados para que llevaran a mi padre a la ciudad y le señalaran todos los lugares en los que yo había estado con mis amigos. Los agentes tuvieron a mi padre todo el primer día ocupado en un centro comercial. Nadie se lo había dicho a Lindsey, que tenía trece años y habría sido lo bastante mayor, ni a Buckley, que tenía cuatro, y, si os digo la verdad, nunca iba a entenderlo del todo.
El señor Harvey me preguntó si me apetecía un refresco. Así fue como lo llamó. Le dije que tenía que irme a casa.
– Sé educada y tómate una Coca-Cola -insistió él-. Estoy seguro de que los otros niños lo harían.
– ¿Qué otros niños?
– He construido esto para los niños del vecindario. Pensé que podría ser una especie de club.
No creo que ni entonces me lo creyera. Pensé que mentía, pero me pareció una mentira patética. Imaginé que se sentía solo. Habíamos leído sobre hombres como él en la clase de sociología. Hombres que nunca se casaban, que todas las noches comían a base de congelados y que les asustaba tanto que los rechazaran que ni siquiera tenían animales domésticos. Me dio lástima.
– Está bien -dije-. Tomaré una Coca-Cola.
Al cabo de un rato, él preguntó:
– ¿No tienes calor, Susie? ¿Por qué no te quitas la parka?
Así lo hice.
– Eres muy guapa, Susie -dijo él después.
– Gracias -respondí, aunque se me puso la piel de gallina, como decíamos mi amiga Clarissa y yo.