Desde Mi Cielo | страница 4
Recuerdo que me acerqué y di unas patadas en el suelo cerca de él. Estaba más duro que la tierra helada, que ya era muy dura.
– Es madera -explicó el señor Harvey-. Para que no se derrumbe la entrada. El resto está hecho de tierra.
– ¿Qué es? -pregunté.
Ya no tenía frío ni estaba extrañada por la forma en que él me había mirado. Me sentía como en la clase de ciencias: intrigada.
– Ven a verlo.
Costaba meterse, eso lo reconoció él en cuanto estuvimos los dos dentro de esa especie de madriguera. Pero yo estaba tan asombrada de que hubiera construido una chimenea que dejara salir el humo si decidía hacer un fuego dentro que ni me paré a pensar en la incomodidad de entrar y salir de la madriguera. A lo que podríais añadir que escapar no era algo en lo que yo tuviera alguna experiencia real. De lo peor que había tenido que escapar era de Artie, un chico del colegio de aspecto raro cuyo padre era director de pompas fúnebres. Le gustaba simular que llevaba una aguja llena de líquido para embalsamar y en sus libretas dibujaba agujas de las que caían gotas oscuras.
– ¡Qué chulo! -le dije al señor Harvey.
Podría haber sido el jorobado de Notre Dame, sobre quien había leído en la clase de francés. Me daba igual. Cambié totalmente. Me había convertido en mi hermano Buckley durante nuestra visita al Museo de Historia Natural de Nueva York, donde se había enamorado de los enormes esqueletos expuestos. Yo no había utilizado la palabra «chulo» en público desde primaria.
– Como quitarle un caramelo a un niño -dijo Franny.
Todavía veo la madriguera como si fuera ayer, y lo es. La vida para nosotros es un perpetuo ayer. Era del tamaño de una habitación pequeña, como el cuarto donde guardábamos las botas y los chubasqueros, y donde mamá había logrado encajar una lavadora y una secadora, una encima de la otra. Yo casi podía estar de pie allí dentro, pero el señor Harvey tenía que encorvarse. Había construido un banco a los lados al excavarlo, y se sentó inmediatamente.
– Mira alrededor -dijo.
Me quedé mirándolo todo asombrada, el estante excavado que tenía encima, donde había dejado unas cerillas, una hilera de pilas y un tubo fluorescente que funcionaba con pilas y proyectaba la única luz de la guarida, una luz misteriosa e inquietante que me haría más difícil verle las facciones cuando se colocara encima de mí.
En el estante había un espejo, y una cuchilla y espuma de afeitar. Me extrañó. ¿Por qué no lo hacía en casa? Pero supongo que pensé que un hombre que, teniendo una estupenda casa de dos plantas, se construía una habitación subterránea a menos de un kilómetro, tenía que estar pirado. Mi padre tenía una bonita manera de describir a la gente como él: «Es un tipo original, eso es todo».