Desde Mi Cielo | страница 44
– ¡Hay un hombre fuera! -gritó mi hermano. Había estado jugando al Skyscraper y el rascacielos todavía tenía que derrumbarse-. ¡Lleva una maleta!
Mi madre dejó el ponche de huevo en la cocina y fue a la parte delantera de la casa. En vacaciones Lindsey se veía obligada a hacer acto de presencia en la sala de estar y jugaba con mi padre al Monopoly, pasando por alto las casillas más crueles por el bien de ambos. No había impuesto de lujo y no hacían caso de las cartas de mala suerte.
En el vestíbulo, mi madre deslizó las manos a lo largo de los costados de su falda. Se colocó detrás de Buckley y le rodeó los hombros.
– Espera a que llamen -dijo ella.
– Puede que sea el reverendo Strick -le dijo mi padre a Lindsey, cogiendo sus quince dólares por ganar el segundo premio en un concurso de belleza.
– Por el bien de Susie, espero que no -se aventuró a decir Lindsey.
Mi padre se aferró a eso, a que mi hermana pronunciara mi nombre. Sacó un doble y movió su ficha hasta Marvin Gardens.
– Son veinticuatro dólares -dijo-, pero me conformo con diez.
– Lindsey -llamó mi madre-. Tienes visita.
Mi padre observó a mi hermana levantarse y salir de la habitación. Los dos lo hicimos. Luego me senté con mi padre. Yo era el fantasma a bordo. Él se quedó mirando fijamente el viejo zapato que estaba colocado de lado en la caja. Me habría gustado levantarlo y hacerlo saltar de Boardwalk a Baltic, donde yo siempre había afirmado que vivía la mejor gente. «Eso es porque eres un espécimen regio», diría Lindsey. Y mi padre diría: «Me enorgullezco de no haber criado a una esnob».
– La estación de tren, Susie -dijo-. Siempre te gustó tenerla.
Para acentuar el pico entre las entradas de su pelo y domar un remolino, Samuel Heckler insistía en peinarse el pelo hacia atrás. A sus trece años y vestido de cuero negro, eso le daba un aspecto de vampiro adolescente.
– Feliz Navidad, Lindsey -le dijo a mi hermana, y le tendió una cajita envuelta en papel azul.
Yo vi lo que ocurría: el cuerpo de Lindsey se puso rígido. Se esforzaba por dejar a todos fuera, a todos, pero Samuel Heckler le hacía gracia. El corazón, como el ingrediente de una receta, se le redujo; a pesar de mi muerte, tenía trece años, él le gustaba y había venido a verla el día de Navidad.
– Ya me he enterado de que estás entre los talentosos -dijo él, porque nadie hablaba-. Yo también.
Mi madre reaccionó y encendió el piloto automático de anfitriona.