Desde Mi Cielo | страница 43
– ¿Ha hablado con el chico Ellis? -preguntó el señor Harvey.
– Hemos hablado con la familia.
– He oído decir que ha hecho daño a algunos animales del vecindario.
– Parece un mal chico, estoy de acuerdo -dijo Len-, pero estaba trabajando en el centro comercial cuando ocurrió.
– ¿Tiene testigos?
– Sí.
– Eso es lo único que se me ocurre -dijo el señor Harvey-. Ojalá pudiera hacer más.
Len tuvo la sensación de que era sincero.
– Le falta un tornillo, desde luego -dijo Len cuando llamó mi padre-, pero no tengo nada contra él.
– ¿Qué le dijo de la tienda?
– Que la construyó para Leah, su mujer.
– Recuerdo que la señora Stead le dijo a Abigail que su mujer se llamaba Sophie -dijo mi padre.
Len comprobó sus notas.
– No, Leah. Lo anoté.
Mi padre se mostró incrédulo. ¿De dónde había sacado él si no el nombre de Sophie? Estaba seguro de haberlo oído él también, pero hacía años, en una fiesta del vecindario donde los nombres de los niños y de las esposas habían volado como confeti entre las anécdotas que contaba la gente para establecer relaciones de buena vecindad, y las presentaciones habían sido demasiado vagas para recordarlas al día siguiente.
Sí recordaba que el señor Harvey no había asistido a la fiesta. Nunca había asistido a ninguna. Eso lo hacía raro a los ojos de muchos vecinos, pero no a los ojos de mi padre, que nunca se había sentido del todo cómodo en esos forzados esfuerzos de cordialidad.
Mi padre escribió en su cuaderno «¿Leah?», y a continuación «¿Sophie?». Sin darse cuenta, había empezado a confeccionar una lista de los muertos.
El día de Navidad mi familia se habría sentido más a gusto en el cielo. En el cielo no se prestaba mucha atención a la Navidad. Algunos se vestían de blanco y fingían ser copos de nieve, pero eso era todo.
Esa Navidad, Samuel Heckler nos hizo una visita inesperada. No iba vestido como un copo de nieve. Llevaba la cazadora de cuero de su hermano mayor y unos pantalones militares que no eran de su talla.
Mi hermano estaba en la sala de estar con sus juguetes. Mi madre se alegraba de haber ido tan pronto a comprar sus regalos. Lindsey recibió unos guantes y un pintalabios con sabor a cereza. Mi padre, cinco pañuelos blancos que mi madre había encargado meses antes en el centro comercial. Menos Buckley, nadie quería nada, de todos modos. Los días anteriores las luces del árbol permanecieron apagadas. Sólo ardió la vela que mi padre tenía en la ventana de su estudio. La encendía en cuanto anochecía, pero mi madre y mis hermanos habían dejado de salir a partir de las cuatro de la tarde. Sólo la veía yo.