Desde Mi Cielo | страница 41



– Abigail.


Ella estaba en el cuarto de baño del piso de abajo, comiendo a escondidas los macarrones de almendras que la compañía de mi padre siempre nos enviaba por Navidad. Los comía con avidez; eran como soles reventando en su boca. El verano que estuvo embarazada de mí no se quitó de encima un vestido premamá a cuadros, negándose a gastar dinero en otro, y comió todo lo que quiso, frotándose la barriga y diciendo «Gracias, bebé», mientras el chocolate le chorreaba sobre los pechos.

Alguien llamó con los nudillos en la parte inferior de la puerta.

– ¿Mamá?

Ella volvió a esconder los macarrones en el botiquín, tragando los que ya tenía en la boca.

– ¿Mamá? -repitió Buckley, soñoliento-. ¡Mamaaaaaá!

Ella no hizo caso.

Cuando abrió la puerta, mi hermano pequeño se aferró a sus rodillas y apretó la cara contra sus muslos.

Al oír movimiento, mi padre fue a reunirse con mi madre en la cocina. Juntos se consolaron ocupándose de Buckley.

– ¿Dónde está Susie? -preguntó Buckley mientras mi padre untaba Fluffernutter en pan de trigo.

Preparó tres rebanadas: una para él, una para mi madre y otra para su hijo de cuatro años.

– ¿Has recogido tu juego? -dijo mi padre, preguntándose por qué se empecinaba en eludir el tema con la única persona que lo abordaba de frente.

– ¿Qué le pasa a mamá? -preguntó Buckley.

Juntos observaron a mi madre, que tenía la mirada perdida en el fregadero vacío.

– ¿Te gustaría ir al zoo esta semana? -preguntó mi padre.

Se odiaba por ello. Odiaba el soborno y la burla, el engaño. Pero ¿cómo iba a decirle a su hijo que su hermana mayor podía estar descuartizada en alguna parte?

Pero Buckley oyó la palabra zoo y todo lo que eso significaba, que para él era sobre todo ¡monos!, y emprendió el serpenteante camino de olvidar un día más. La sombra de los años no era tan grande sobre su cuerpecito. Sabía que yo me había ido, pero cuando la gente se iba siempre volvía.


Cuando Len Fenerman había ido de puerta en puerta por el vecindario, en casa de George Harvey no había averiguado nada singular. El señor Harvey era un hombre solo, según dijo, que había tenido intención de venirse a vivir allí con su mujer. Ésta había muerto poco antes de la mudanza. Él construía casas de muñecas para tiendas especializadas y era muy reservado. Era lo único que sabía la gente. Aunque no habían florecido precisamente las amistades a su alrededor, las simpatías del vecindario siempre habían estado con él. Cada casa de dos plantas encerraba una historia. Para Len Fenerman sobre todo, la de George Harvey parecía convincente.