Desde Mi Cielo | страница 3
«¡Agallas! -decía mi padre-. Deja que te hable de agallas», e inmediatamente se lanzaba a contar la anécdota de Susie-orinándose-sobre-Lindsey.
Cuando, más tarde, el señor Harvey se encontró a mi madre por la calle, dijo:
– Ya me he enterado de la terrible tragedia. ¿Cómo dice que se llamaba su hija?
– Susie -respondió mi madre, fortaleciendo su ánimo bajo el peso de lo ocurrido, peso que ingenuamente esperaba que algún día se aligerara, sin saber que sólo seguiría doliendo de nuevas y variadas formas el resto de su vida.
El señor Harvey dijo lo habitual:
– Espero que cojan a ese malnacido. Lo siento mucho.
Por aquel entonces yo estaba en el cielo reuniendo mis miembros, y no podía creerme su audacia.
– Ese hombre no tiene vergüenza -le dije a Franny, la consejera que me asignaron al entrar.
– Exacto -respondió ella, y dijo lo que quería decir sin más. En el cielo no se pierde el tiempo con tonterías.
El señor Harvey dijo que sólo sería un momento, de modo que lo seguí un poco más por el campo de trigo, donde había menos tallos rotos porque nadie atajaba por allí para ir o venir del colegio. Mi madre había explicado a mi hermano pequeño, Buckley, que el trigo de ese campo no era comestible cuando él le preguntó por qué nadie del vecindario lo comía.
– Es para los caballos, no para las personas -dijo ella.
– ¿Tampoco para los perros? -preguntó Buckley.
– No -respondió mi madre.
– ¿Ni para los dinosaurios? -preguntó Buckley.
Y así seguían un buen rato.
– He construido un pequeño escondrijo -dijo el señor Harvey, deteniéndose y volviéndose hacia mí.
– Yo no veo nada -dije yo.
Me di cuenta de que el señor Harvey me miraba de una manera rara. Otros hombres mayores me habían mirado de ese modo desde que había pegado el estirón, pero normalmente no perdían la chaveta por mí cuando iba con mi parka azul celeste y pantalones acampanados amarillos. Él llevaba unas gafitas redondas de montura dorada y me miraba por encima de ellas.
– Deberías fijarte más, Susie -dijo.
Me entraron ganas de largarme de allí, pero no lo hice. ¿Por qué no lo hice? Franny dijo que esa clase de preguntas eran inútiles.
– No lo hiciste y punto. No pienses más en ello. No es bueno. Estás muerta y tienes que aceptarlo.
– Vuelve a intentarlo -dijo el señor Harvey, y se acuclilló y dio unos golpes en el suelo.
– ¿Qué es eso? -pregunté.
Se me estaban congelando las orejas. No llevaba el gorro de colores con borla y cascabeles que mi madre me había hecho unas navidades. Me lo había guardado en el bolsillo de la parka.