Desde Mi Cielo | страница 34
Era tarde cuando llegó, y dejó la caja dentro de su Wagoneer mientras se acercaba a la casa de los Flanagan, que vivían en la propiedad donde estaba la sima. Los Flanagan se ganaban la vida cobrando a la gente para tirar en ella sus electrodomésticos.
El señor Harvey llamó a la puerta de la pequeña casa blanca y una mujer acudió a abrir. El olor a cordero con romero que salió de la parte trasera de la casa llenó mi cielo y las fosas nasales del señor Harvey. Vi a un hombre en la cocina.
– Buenas tardes, señor -dijo la señora Flanagan-. ¿Trae algo?
– Lo he dejado en la furgoneta -respondió el señor Harvey. Tenía un billete de veinte dólares preparado.
– ¿Qué hay dentro, un cadáver? -bromeó ella.
Era lo último que tenía en la mente. Vivía en una casa bien caldeada, aunque pequeña. Y tenía un marido que siempre estaba en casa arreglando cosas y era amable con ella porque nunca había tenido que trabajar, y un hijo que todavía era lo bastante pequeño para creer que su madre lo era todo en el mundo.
El señor Harvey sonrió, pero al ver la sonrisa en sus labios no desvié la mirada.
– La vieja caja fuerte de mi padre, que por fin me he decidido a traer -dijo-. Llevo años queriendo hacerlo. Nadie se acuerda de la combinación.
– ¿Hay algo dentro?
– Aire viciado.
– Adelante, entonces. ¿Le echo una mano?
– Se lo agradecería -dijo él.
Los Flanagan no sospecharon ni por un momento que la niña sobre la que iban a leer en los próximos años en los periódicos -«Desaparecida, posible muerte violenta»; «Perro del vecindario encuentra un codo»; «Niña de catorce años, presuntamente asesinada en el campo de trigo Stolfuz»; «Advertencia a las demás jóvenes»; «El ayuntamiento recalifica los terrenos colindantes con el instituto»; «Lindsey Salmón, hermana de la niña fallecida, pronuncia un discurso de despedida»- estaba en la caja metálica de color gris que un hombre solitario había traído una noche y pagado veinte dólares para tirarla.
Al regresar a la furgoneta, el señor Harvey metió las manos en los bolsillos. En uno de ellos estaba mi pulsera de colgantes plateada. No recordaba habérmela quitado de la muñeca. No recordaba haberla guardado en el bolsillo de sus pantalones limpios. La carnosa yema de su dedo índice palpó el metal dorado y liso de la piedra de Pensilvania, la parte posterior de la zapatilla de ballet, el agujerito del diminuto dedal y los radios de las ruedas de la bicicleta, que giraban a la perfección. Al bajar por la carretera 202 se detuvo junto al arcén, se comió un sándwich de embutido de hígado que se había preparado un poco antes ese día y condujo hasta un polígono industrial que estaban construyendo al sur de Downingtown. No había nadie en la obra. En aquella época no había vigilancia en los barrios residenciales. Aparcó el coche cerca de una letrina portátil. Tenía una excusa preparada en el caso poco probable de que necesitara una.