Desde Mi Cielo | страница 32



Cuando la casa cambió de manos, los nuevos propietarios se quejaron de la mancha oscura que había en el suelo del garaje. Al mostrar la casa a posibles compradores, la agente inmobiliaria explicaba que era una mancha de aceite, pero era yo, que había goteado del saco del señor Harvey y me había derramado por el cemento. La primera de mis señales secretas al mundo.

Tardaría un tiempo en darme cuenta de lo que sin duda ya habréis deducido, que yo no era la primera niña a la que él había matado. Había sabido que debía sacar mi cuerpo del campo. Había sabido observar la meteorología y matar con un nivel de precipitación ni demasiado alto ni demasiado bajo, porque eso dejaría a la policía sin pruebas. Pero no era tan meticuloso como la policía quería creer. Se le cayó mi codo, utilizó un saco de tela para llevar mi cuerpo ensangrentado, y si alguien, quien fuera, hubiera estado observando, tal vez le habría extrañado ver a su vecino caminar entre dos propiedades por un paso que era demasiado estrecho hasta para los niños que se divertían imaginando que los setos enfrentados eran una guarida. Mientras se frotaba el cuerpo con el agua caliente de su cuarto de baño de barrio residencial, uno con la misma distribución que el que compartíamos Lindsey, Buckley y yo, sus movimientos fueron lentos, no ansiosos. Notaba cómo le invadía la calma. Dejó apagada la luz del cuarto de baño y sintió cómo el agua caliente se me llevaba, y entonces pensó en mí. Mi grito amortiguado en su oído. Mi delicioso gemido al morir. La maravillosa carne blanca que nunca había visto el sol, como la de un bebé, y que se había abierto tan limpiamente bajo la hoja de su cuchillo. Se estremeció bajo el agua caliente, un placer hormigueante que le puso la piel de gallina por los brazos y las piernas. Me había metido en el saco de tela impermeabilizado y arrojado en él la espuma de afeitar y la cuchilla que tenía en el estante de tierra, su libro de sonetos y, por último, el cuchillo ensangrentado. Esos objetos daban vueltas con mis rodillas y con los dedos de mis manos y mis pies, pero él se acordó de sacarlos del saco esa noche, antes de que mi sangre se volviera demasiado pegajosa. Al menos rescató los sonetos y el cuchillo.


En mis veladas musicales había toda clase de perros. Y algunos, los que más me gustaban, levantaban la cabeza cuando olfateaban algo interesante en el aire. Si el olor era lo bastante fuerte y no conseguían identificarlo enseguida, o si, como podía ocurrir, sabían exactamente qué era -sus cerebros entonaban: «Mmm… bistec crudo»-, lo rastreaban hasta dar con la fuente. Y frente a la fuente del olor en sí, la verdadera historia, decidían qué hacer. Así era como funcionaban. No renunciaban a su deseo de averiguar de qué se trataba sólo porque el olor era desagradable o su fuente peligrosa. Lo buscaban por todas partes. Lo mismo que yo.