Desde Mi Cielo | страница 15



Pero a través de ella averiguaron lo que querían saber.

Ray asintió a medida que ella le repetía las preguntas de la policía. Sí, le había escrito una nota de amor a Susie Salmón. Sí, la había metido en el cuaderno de Susie después de que el señor Botte le hubiera pedido a ella que recogiera los ejercicios. Sí, se había llamado a sí mismo el Moro.

Ray Singh pasó a ser el primer sospechoso.

– ¿Ese chico tan encantador? -le dijo mi madre a mi padre.

– Ray Singh es simpático -dijo mi hermana con voz monótona durante la cena de esa noche.

Observé a mi familia y supe que lo sabían. No había sido Ray Singh.

La policía irrumpió en su casa y lo intimidó, insinuando cosas. Les estimulaba la piel oscura de Ray, que para ellos era sinónimo de culpabilidad, así como la rabia que les provocaba sus modales, y su hermosa pero demasiado exótica e inalcanzable madre. Pero Ray tenía una coartada. Podían llamar a un buen número de países que testificarían a su favor. Su padre, que enseñaba historia poscolonial en Penn, le había pedido a su hijo que hablara de la experiencia de los adolescentes en una conferencia que había organizado la International House el día que yo morí.

Al principio, el hecho de que Ray faltara aquel día al colegio se había considerado una prueba de su culpabilidad, pero en cuanto la policía recibió una lista de los cuarenta y cinco asistentes que habían visto hablar a Ray en la conferencia «Zonas residenciales de las afueras: la experiencia americana», se vieron obligados a reconocer su inocencia. Se quedaron a la puerta de la casa de los Singh, rompiendo ramitas de los setos. Habría sido tan fácil, tan mágico, que la respuesta que buscaban hubiera caído literalmente del cielo desde un árbol. Pero se extendieron los rumores, y los pocos progresos sociales que Ray había hecho en el colegio se invirtieron. Empezó a irse a casa inmediatamente después de las clases.

Todo eso me hacía enloquecer. Observar sin ser capaz de llevar a la policía hasta la casa verde tan próxima a la de mis padres, donde el señor Harvey tallaba florones para una casa de muñecas gótica que estaba construyendo. Él seguía las noticias y leía a fondo los periódicos, pero llevaba su inocencia como un cómodo abrigo viejo. Dentro de él había habido disturbios, y ahora reinaba la calma.

Traté de consolarme pensando en Holiday, nuestro perro. Le echaba de menos como no me había permitido echar de menos a mi madre ni a mi padre ni a mis hermanos. Esa forma de echar de menos habría equivalido a aceptar que nunca iba a volver a estar con ellos; tal vez suene estúpido, pero yo no lo creía, me resistía a creerlo.