Anghara | страница 14
—¡Allí! ¡Otra!
El grito del vigía resultó inaudible en medio del rugir de la tormenta, pero todos habían visto cómo la segunda señal atravesaba el espacio y llameaba momentánea y desesperadamente antes de apagarse.
Los tres hombres no perdieron un segundo. Se dieron la vuelta; uno, entre bandazos y traspiés, marchó corriendo en dirección al fantasmal resplandor del faro más cercano, situado a medio kilómetro, mientras que el segundo tomaba un sendero que se perdía tierra adentro en dirección al pueblo más próximo. El tercer hombre corrió a colocarse a sotavento de la torre de vigía donde la pared de piedra proporcionaba una cierta protección contra la violencia del viento y la lluvia, y forcejeó con una bolsa de cuero que llevaba sujeta al cinturón. De esta bolsa sacó un tubo hueco de madera, de unos dos palmos de longitud y perforado por agujeros. El tubo llevaba sujeta una cadena gruesa y el hombre empezó a balancear dicha cadena, primero de un lado a otro y luego, a medida que tomaba más impulso, en un amplio círculo por encima de su cabeza. El viento, azotando la pared desde el otro extremo, golpeaba y tiraba de la cadena, pero el hombre la sujetó con fuerza, haciéndola girar más y más, y de improviso el estruendo de la tormenta se vio eclipsado por un aullido sobrenatural parecido al alarido de un alma atormentada cuando la sirena se hizo oír. Era un sonido increíble, que se alzaba incluso por encima del estrépito de la galerna y del mar y que, para cualquiera que conociera su espantoso son, resultaba inconfundible. Minutos más tarde, una segunda sirena respondió desde el faro más cercano, luego a lo lejos se escuchó un tercer lamento al transmitirse la señal, siguiendo un recorrido que la llevaría de faro a granja y por fin al pueblo. El hombre resguardado tras la casa de vigía dejó caer la sirena y volvió a introducirla en la bolsa antes de darse la vuelta y acuclillarse junto a la pared, con los hombros encorvados al frente para protegerse de la lluvia y los ojos fijos en el sendero que se perdía tierra adentro. Pronto —en cuestión de minutos, si todo iba bien— distinguiría los primeros destellos de los faroles de los hombres del pueblo pesquero que acudían a la llamada cargados de cuerdas y arneses. Hasta entonces, todo lo que podía hacer era esperar... y rezar para que, cuando el barco en apuros chocara contra los arrecifes de Amberland —cosa que no podría evitar—, pudieran salvar a la tripulación antes de que perdieran la vida en las embravecidas aguas.