Anghara | страница 11



cabeceaba en un mar encrespado, y comprendió que los «problemas» que Grimya había pronosticado ya habían empezado.

La mayoría de los marineros despertados estaban ya fuera del camarote y corriendo en dirección a la cubierta superior; un rezagado, un scorvio menudo y arrugado que no hablaba la lengua de Índigo, se detuvo en la puerta para volver la cabeza hacia ella, hacer una mueca y realizar una pantomima de un violento ataque de vómitos antes de desaparecer en pos de los otros. Índigo buscó a Grimya con la mirada y vio que seguía bajo la hamaca, de pie pero vacilante.

—Quédate aquí, cariño —dijo—. No hay nada que puedas hacer para ayudar en nuestra guardia, y estarás más cómoda bajo cubierta.

La loba agachó la cabeza, aliviada. Según su propia opinión no era mala marinera pero jamás le habían gustado los temporales.

«Cuídate», transmitió. «Te esperaré.»

Índigo le dedicó una sonrisa tranquilizadora y corrió hacia la escalera.

Al llegar al exterior se dio cuenta de que comenzaba a oscurecer; era una lóbrega oscuridad prematura que el banco de nubes que ahora cubría todo el cielo hacía aún más amenazadora. El viento no era todavía más que ráfagas violentas y aún no había empezado a llover, pero el mar ya daba sobre la tripulación del Buena Esperanza, una buena advertencia de lo que iba a venir. La marea era muy alta, y las olas golpeaban en un ángulo peligroso contra el lado de estribor. El capitán Brek había ordenado que todo el mundo fuera a las cuerdas, para orientar las inmensas velas de modo que la nave mantuviera el rumbo el mayor tiempo posible hasta que el peligro de que ésta girara de costado contra el oleaje resultara demasiado grande. Índigo añadió su peso y habilidad al grupo situado en la driza de la vela mayor, consciente, a pesar de la poca luz, de la presencia en su puesto del timonel, tranquilo pero alerta, mientras la nave avanzaba decidida. Todo había quedado perfectamente bajo control y todavía no existía peligro, pero la tensión se palpaba entre la tripulación. El capitán Brek se paseaba a grandes zancadas por entre sus lilas, sin hablar demasiado pero en constante vigilancia. Era davakotiano y ejemplar típico de los de su raza; había escogido personalmente a su tripulación y confiaba en ella, pero la responsabilidad última recaía en él y nada lo convencería de aflojar la vigilancia un solo momento. Menudo, moreno, de una eficiencia tremenda, con sus cabellos cortados casi a ras y dos rubíes resplandeciendo como un segundo par de feroces ojos en las afiladas mejillas, daba una orden aquí, una palabra de ánimo allí, hasta que poco a poco el nuevo turno de guardia fue adoptando un ritmo de trabajo más seguro. El mar estaba encrespado, dijo Brek, pero aún pasaría un tiempo antes de que la tormenta estallara y el auténtico trabajo empezara. Reconfortados por su tranquilidad, la tensión aflojó, y no tardaron en escucharse las acostumbradas peticiones de canciones y relatos para ayudar a pasar las horas. En principio, el capitán fingía no aprobar tales frivolidades, pero en la práctica se divertía tanto con ellas como el resto y poseía una buena voz de barítono para sumarse a las salomas. A medida que el atardecer daba paso a la oscuridad y ésta a la noche cerrada, la tripulación fue cantando a voz en grito sus canciones predilectas como