Anghara | страница 12



y, como había sucedido ya tantas veces, se persuadió a Índigo para que relatara una historia al típico estilo de los bardos que tanto cautivaba a su auditorio. El Buena Esperanza siguió navegando, y por fin la campana volvió a sonar y la muchacha regresó bajo cubierta para reunirse con Grimya y disfrutar de algunas horas preciosas en su hamaca antes de la guardia del amanecer, mientras Vinar y los otros subían, entre burlas bien intencionadas, para hacerse cargo del Festejo del Cadáver.

Esta vez Índigo estaba tan agotada que se quedó profundamente dormida sin apenas tiempo de dedicar un segundo a sus propios problemas. Ni soñó ni movió un músculo... hasta que, varias horas antes de que le tocara el turno de la guardia del amanecer, tres hombres empapados, despeinados y con la mirada extraviada se precipitaron en el interior del camarote.

—¡Despertad! —Incluso por entre una neblina de semiinconsciencia Índigo reconoció el estentóreo rugido de Vinar mientras era arrancada del sueño y devuelta a la realidad—. Moved el esqueleto, todos..., ¡todos!

La potente voz del scorvio denotaba auténtica alarma, y los dormidos hombres y mujeres de la tripulación se despertaron e incorporaron de un salto. El camarote se balanceaba violentamente; en el mismo instante en que los sorprendidos ojos se abrían y las piernas se movían instintivamente para obedecer la orden, un tremendo bandazo los lanzó a todos de costado y varios cayeron de las hamacas y se estrellaron contra el suelo en un revoltillo de brazos y piernas. La voz de Vinar se abrió paso entre la confusión como una espada de doble filo.

—¡Ha estallado la tempestad, y es mucho peor de lo que nadie esperaba! El timón se ha roto; no podemos mantener el rumbo, ¡y estamos siendo arrastrados hacia el cabo Amberland! ¡En pie, zopencos, arriba...! ¡TODO EL MUNDO A cubierta!

CAPÍTULO 2


No era más que un pequeño puesto de vigía de entre muchos alineados a lo largo de las costas del territorio continental de las Islas Meridionales, pero los centinelas que se ocupaban de los faros situados en lo alto de los farallones del cabo Amberland sabían por larga y amarga experiencia que eran ellos, más que cualquiera de los otros, los que tenían más probabilidades de ser llamados a sus puestos durante las violentas tempestades de primavera u otoño.

Los hombres de guardia no habían dejado de escudriñar el cielo atentamente desde el amanecer del día anterior, y en cuanto el velo de la noche empezó a deslizarse por el firmamento desde el este, y el viento comenzó a soplar y el mar a rugir y gemir, los hombres de la torre de vigía salieron al exterior, encorvados para poder resistir los embates del viento del noroeste, a encender las hogueras que advertirían del peligro a cualquier barco que se acercase.