Desde Mi Cielo | страница 62



El año anterior se la había tragado un Buckley de tres años. Nate y él se habían dedicado a meterse piedras por la nariz en nuestro patio trasero, y Buckley había encontrado una ramita bajo el roble al que mi madre ataba un extremo de la cuerda de tender. Se la metió en la boca como si fuera un cigarrillo. Yo le observaba desde el tejado, al lado de la ventana de mi habitación, donde me había sentado a pintarme las uñas de los pies con el Brillo Morado de Clarissa y a leer Seventeen.

Yo estaba perpetuamente encargada de vigilar a mi hermano pequeño. Lindsey no era lo bastante mayor, creían. Además, ella era un futuro cerebro, lo que significaba que gozaba de libertad para pasarse esa tarde de verano, por ejemplo, dibujando con todo detalle el ojo de una mosca en papel milimetrado con sus ciento treinta lápices de colores Prisma.

Fuera no hacía demasiado calor, a pesar de que era verano, y me proponía dedicar mi encierro en casa a embellecerme. Había empezado por la mañana duchándome, lavándome el pelo y haciendo vahos. En el tejado me había secado el pelo al aire y me había puesto laca.

Ya me había aplicado dos capas de Brillo Morado cuando una mosca se posó en el aplicador del frasco. Oí a Nate hacer ruidos desafiantes y amenazadores, y miré la mosca con los ojos entornados para distinguir todos los cuadrantes de sus ojos, que Lindsey coloreaba dentro de casa. Me llegaba una brisa que agitaba los flecos de los vaqueros contra mis muslos.

– ¡Susie! ¡Susie! -gritaba Nate.

Bajé la vista y vi a Buckley tumbado en el suelo.

Ése era el día que yo siempre explicaba a Holly cuando hablábamos de rescates. Yo lo creía posible; ella no.

Me di la vuelta con las piernas en el aire y entré apresuradamente por la ventana abierta, colocando un pie en el taburete de la máquina de coser y el otro justo delante, en la alfombra a cuadros, y luego me puse de rodillas y salí disparada como una atleta que toma impulso en los tacos de salida.

Eché a correr por el pasillo y me deslicé por la barandilla de la escalera, cosa que tenía prohibida. Llamé a Lindsey y luego me olvidé de ella, salí corriendo al patio trasero por el porche cubierto de tela metálica y salté la cerca del perro hasta el roble.

Buckley se ahogaba y se sacudía. Lo cogí en brazos y, con Nate a la zaga, lo llevé al garaje, donde estaba el valioso Mustang de mi padre. Había visto a mis padres conducir, y mi madre me había enseñado a ir marcha atrás. Senté a Buckley en el asiento trasero y cogí las llaves de la maceta vacía donde las escondía mi padre, y me dirigí a toda velocidad al hospital. Me cargué el freno de mano, pero a nadie pareció importarle.