Desde Mi Cielo | страница 39



Es posible que yo tuviera celos del caso que le hacía mi padre, pero respetaba cómo llevaba la situación. De todos los miembros de la familia, Lindsey era la única que tenía que lidiar con lo que Holly llamaba el síndrome del Muerto Andante: cuando otras personas ven a la persona muerta y no te ven a ti.

Cuando la gente miraba a Lindsey, hasta mis padres me veían a mí. Ni siquiera ella era inmune. Evitaba los espejos, y ahora se duchaba en la oscuridad.

Dejaba la luz de la ducha apagada y se acercaba a tientas al toallero. A oscuras se sentía a salvo, mientras de las baldosas que la rodeaban seguía elevándose el húmedo vaho de la ducha. Tanto si la casa estaba silenciosa como si oía murmullos abajo, sabía que nadie la molestaría. Era entonces cuando pensaba en mí, y lo hacía de dos maneras: o pensaba en Susie, sólo esa palabra, y se echaba a llorar, dejando que las lágrimas rodaran por sus mejillas ya húmedas, sabiendo que nadie la veía, nadie cuantificaría esa peligrosa sustancia como dolor, o bien me imaginaba corriendo, me imaginaba escapando, se imaginaba a sí misma atrapada y forcejeando hasta zafarse. Contenía la incesante pregunta: «¿Dónde está Susie ahora?».

Mi padre oyó a Lindsey entrar en su cuarto. ¡Bang!, la puerta se cerró con un portazo. ¡Pum!, los libros cayeron al suelo. ¡Crac!, ella se arrojó sobre la cama. Se quitó los zuecos, bum, bum, y los dejó caer al suelo. Unos minutos después él estaba al otro lado de la puerta.

– Lindsey -dijo llamando con los nudillos.

No hubo respuesta.

– Lindsey, ¿puedo entrar?

– Vete -llegó la resuelta respuesta.

– Vamos, cariño -suplicó él.

– ¡Vete!

– Lindsey -dijo mi padre tomando aire-, ¿por qué no me dejas entrar?

Apoyó la frente contra la puerta del dormitorio. La madera estaba fría al tacto y por un segundo olvidó las palpitaciones de sus sienes, la sospecha que tenía ahora y que no cesaba de repetirse: «Harvey, Harvey, Harvey».

En calcetines, Lindsey se acercó a la puerta sin hacer ruido. La abrió mientras su padre retrocedía y ponía una cara que esperaba que dijera: «No huyas».

– ¿Qué? -dijo ella. Tenía una expresión tensa, con aire retador-. ¿Qué quieres?

– Quiero saber cómo estás -dijo él.

Pensó en la cortina que había caído entre él y el señor Harvey, en cómo éste había escapado de una captura segura, de una bonita acusación. Su familia salía a la calle y pasaba por delante de la casa de tejas verdes del señor Harvey para ir al colegio. Para que volviera a llegarle la sangre al corazón necesitaba a su hija.