Anghara | страница 17



A algunos, no obstante, ya no se los podía ayudar: tres davakotianos, dos hombres y una mujer; varios hombres procedentes del continente oriental; un anciano y arrugado scorvio, y un gran número de otros, algunos ahogados, algunos destrozados contra las rocas antes de ser arrastrados a la orilla por las olas. De entre los supervivientes tres estaban malheridos, entre ellos una mujer cuya embarrada melena de cabellos castaño rojizos cubría la señal de un terrible golpe en la cabeza, pero los restantes habían sufrido menos golpes, y mientras sacaban al último hombre del agua uno o dos empezaron a dar señales de recuperar el conocimiento.

El vendaval empezaba ya a amainar. Su aullido se había convertido ahora en un silbido hueco que se entremezclaba con el rugir del mar para silbar con fuerza en los oídos, y en aquellos momentos era casi imposible mantenerse erguido sin ser doblado por el viento. Por el este, una fina y maliciosa cuchilla de fría luz blanca que se abría paso por una abertura entre las nubes indicaba la llegada del amanecer, y a medida que la luz adquiría fuerza se fue haciendo más patente el alcance del naufragio. El Buena Esperanza yacía sobre los arrecifes, con el casco partido en dos y los mástiles aplastados extendidos en dirección a la playa como dedos que intentaran desesperadamente encontrar un asidero. La playa estaba cubierta de restos; no tan sólo palos y maderas procedentes del barco mismo sino también restos de su carga, barriles, fardos y caías, y grandes pedazos de hierro balanceados por el mar con el mismo descuido que si fueran astillas. En medio de los desechos y los montones de algas que cubrían los guijarros de la playa se veían una docena o más de pequeños grupos de hombres, cada grupo trabajando obstinadamente para reanimar a un superviviente del naufragio. La marea había cambiado y empezaba a descender, aunque las olas seguían bullendo y rugiendo; y, a medida que el terror y el tumulto del rescate también disminuían, aparecía la consabida fatiga. Mientras el alba daba paso al nuevo día llegó otro grupo procedente del pueblo; formando parte de él iban algunas mujeres que llevaban mantas y frascos de reconstituyentes a base de hierbas. Se abrigó convenientemente a los exhaustos nadadores, se los condujo por el sendero del farallón de regreso a casa a comer y descansar, y se dispusieron improvisadas camillas para trasladar al pueblo a las víctimas del naufragio. Dos —un davakotiano y un scorvio grandullón y fornido— estaban totalmente conscientes y podían andar con un poco de ayuda, y poco a poco rescatadores y rescatados fueron abandonando desordenadamente la playa. En menos de una hora la última camilla iniciaba el ascenso por el camino del acantilado, menos peligroso ahora que el vendaval había amainado. Nadie del grupo de rescate volvió la cabeza para contemplar el destrozado casco encallado en los arrecifes que había sido el