Desde Mi Cielo | страница 67
– No esperaba eso de Clarissa -dijo mi padre-. Tal vez no fuera la manzana más sana del cesto, pero nunca se metía en líos.
– Cuando me la cruzo apesta a marihuana.
– Espero que no te dé por eso -dijo la abuela Lynn. Apuró su seven and seven y dejó el vaso en la mesa con un golpe-. ¿Ves, Lindsey, cómo las pestañas rizadas hacen más grandes los ojos de tu madre?
Lindsey trató de imaginar sus propias pestañas, pero en su lugar vio las pobladas y brillantes pestañas de Samuel Heckler cuando acercó la cara a la suya para besarla. Se le dilataron las pupilas, palpitando con ferocidad de color oliva.
– Me dejas sin habla -dijo la abuela, y se puso en jarras, con los dedos de una mano todavía enganchados en el rizador.
– ¿Qué?
– Lindsey Salmón, tú tienes novio -dijo la abuela, anunciándolo a los presentes.
Mi padre sonrió. De pronto le caía bien la abuela Lynn. A mí también.
– No -replicó Lindsey.
Mi abuela estaba a punto de hablar cuando mi madre susurró:
– Sí lo tienes.
– Dios te bendiga, cariño -dijo mi abuela-, debes tener novio. En cuanto acabe con tu madre voy a hacerte el magnífico tratamiento de la abuela Lynn. Jack, prepárame un apéritif.
– Un apéritif es algo que… -empezó mi madre.
– No me contradigas, Abigail.
Mi abuela agarró una trompa. Dejó a Lindsey como un payaso, o como mi abuela dijo para sí: «Una ramera de la mejor clase». Mi padre acabó lo que ella describió como «sutilmente embriagado». Lo más asombroso es que mi madre se fue a la cama dejando los platos en el fregadero.
Mientras todos dormían, Lindsey se observó en el espejo del cuarto de baño. Se quitó parte del colorete, se frotó los labios y recorrió con los dedos las partes hinchadas y recién depiladas de sus cejas anteriormente pobladas. En el espejo vio algo diferente que yo también vi: una adulta capaz de valerse por sí misma. Debajo del maquillaje estaba la cara que ella siempre había identificado como suya hasta que en poco tiempo se había convertido en una cara que hacía pensar a la gente en mí. El lápiz de labios y el delineador de ojos habían definido el contorno de sus facciones, que estaban en su cara como piedras preciosas importadas de algún lugar lejano donde los colores eran más intensos que los que se habían visto alguna vez en nuestra casa. Era cierto lo que decía nuestra abuela: el maquillaje hacía resaltar el azul de sus ojos. Las cejas depiladas le cambiaban la forma de la cara. El colorete le marcaba los pómulos («Esos pómulos que nunca está de más marcar», señaló mi abuela). Y los labios… Practicó sus expresiones faciales. Hizo un mohín, besó, sonrió de oreja a oreja como si ella también se hubiera tomado un cóctel, y bajó la mirada y fingió rezar como una niña buena, pero miró con un ojo para verse la cara de buena. Luego se fue a la cama y durmió boca arriba para no estropear su nueva cara.